Mono: Sobre Lengua y Nostalgia — Fernando Sdrigotti

Sueño despierto con el bar de mi adolescencia y juventud, ese agujero negro en el centro de la ciudad, donde pasábamos los días tomando cerveza o café, solucionando los problemas del mundo. Me pregunto si el bar aún está ahí, si los mismos pibes — ahora mayores de 30 — todavía mendigan de mesa en mesa. Si el lustrabotas y la mesera con la gran sonrisa y los jeans ajustados siguen ahí. Si el tipo con el cigarrillo crónico en los labios, y la fija1 crónicamente inútil, finalmente logró acertar el caballo correcto, en la carrera correcta, en el día correcto. Si todavía estamos sentados frente a las grandes ventanas, leyendo el periódico, a veces escapando de la escuela, a veces escapando de entrevistas de trabajo o de novias, siempre seguros en el espacio húmedo del bar.

Hasta que finalmente estoy de vuelta en casa para Navidad, y tengo la oportunidad de desenterrar ruinas perdidas por dos semanas. El bar fue reemplazado por un estacionamiento. Algunos amigos más siguieron este camino y ahora están bajo tierra. Y los que aún están en este mundo ya no se hablan entre sí, como si el bar hubiese sido lo que mantenía unida nuestra amistad, o como si demasiadas partidas hubiesen acabado por romper la red que mantenía a todos inmóviles, fijos en el tiempo y el espacio. Y Rosario, mi ciudad natal, crece cada día más. Rosario: una mini-Manhattan del Sur, donde edificios altos devoran casas antiguas. Aún con la falta de familiaridad de la nueva ciudad, y el malestar de lo familiar que preferiría editar — pobreza abyecta, desigualdad — en Rosario mi cerebro se vuelve monoaural. Mi cerebro descansa y encuentro aire en mi propia lengua, como un resorte volviendo a su forma relajada, perezosa.

Todo por una lengua materna — el hogar que solo la lengua propia te puede dar. Las palabras en español llenan la página de nuevo, llenan mi cerebro de nuevo. Escribo en mi vieja Olivetti Lettera 22, en el jardín de mi vieja, bajo la parra, sintiéndome como Marcello Mastroianni en La dolce vita — es un cliché, pero hay cosas que necesitan ser obvias. La Lettera vuela en mono, y aunque nunca voy a ser tan elegante como Marcello, igual siento que le pego a un nervio central cada vez que golpeo las teclas — Anita Ekberg podría incluso aparecerse acá, entre los lirios y las hortensias. Pero acá no se trata de Anita o Marcello. No se trata de nada extranjero.

Escribo (en español):

Escribo en inglés porque necesito interactuar con mi entorno, con los sonidos peculiares de mi entorno. Si hubiese terminado en Berlín, habría fracasado escribiendo en alemán. No es la lengua en sí, sino una cuestión de geografía. Acá, en Rosario, no necesito interactuar con nada más que con la página; conozco el entorno tan bien que la única opción posible es escaparme de él… De todos modos: a la mierda el estéreo: denme una vida en mono. Quiero pensar en una sola lengua. Quiero vivir y morir en una sola lengua.

Mi lengua materna me emborracha, confunde mis pensamientos, como cualquier cosa remotamente materna. Hasta que la sobriedad me golpea y este hogar lingüístico también se revela como una mentira. La lengua materna no es un hogar. No es un encuentro sino un acto de olvido: un unmémoire volontaire, si se me permite el mal chiste proustiano. Volver a mi lengua materna implica un proceso de deshacerme de otra lengua — suspender una parte de mí/mismo. Y es una mentira, porque ahora no hay más una idea estable y posible de yo, de hogar. Realmente no extraño esa idea posible de hogar sino el engaño. No extraño una versión anterior de mí mismo sino la ilusión de que era uno solo, la ilusión de existir en estado monoaural.

Debe haber ocurrido así: en algún momento, quizás después de varios años viviendo fuera, o tal vez solo después de un par de horas, algo se rompió, algo que — irónicamente — siempre había estado roto. “Las grietas se hicieron evidentes”, quizás sea una forma más precisa de describir lo que pasó. Es una cuestión de conciencia — conciencia de un hogar que fue y un hogar que es, y que podría dejar de serlo en cualquier momento, porque un movimiento en cualquier dirección implicaría una pérdida, otro sacudón. De esta manera, la idea de hogar colapsa.

Y de esto no hay vuelta atrás. Una vez que te das cuenta de que la idea hogar es una mentira, la nostalgia se revela como el estado natural del ser, para cualquiera lo suficientemente atento, incluso para aquellos que nunca se alejaron más allá de la tienda de la esquina. El hogar siempre está en otra parte y lo aprendemos de diferentes maneras. Yo lo aprendí viviendo en varios países, en un período corto de tiempo. Para otros, ese aprendizaje puede ser resultado de haber perdido a sus padres cuando eran jóvenes, perder el trabajo a los 50, perder un amor, perder una pelea en el patio de recreo, perder el juguete favorito, ganar algo que no querían ganar. Los afortunados solo se van a dar cuenta de esta falta de hogar durante el último aliento, cuando pierdan el refugio que la vida proporcionó. Quizás ni siquiera tengan tiempo para sentir nostalgia. Para ellos, conmiseración y desprecio.

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Me despierto a las 4:34 a.m., aún metido en un sueño donde estoy en la esquina de las calles Cafferata y Salta — una de muchas esquinas sin importancia en Rosario, una esquina en la que nunca me pasó absolutamente nada. Recuerdo este lugar, visto desde el colectivo,2 en los 90, yendo camino al centro; no creo haber pisado nunca en ese tramo de vereda. Lo recuerdo, porque la mayoría del paisaje urbano de Rosario es igualmente irrelevante: cualquier esquina es digna de atención, porque realmente ninguna lo es. Por qué sueño con este lugar, no lo sé. Pero después de despertar no logro volverme a dormir. Necesito ver esta esquina, conectar con ella — verla, porque no puedo tocarla (¿se pueden tocar las esquinas?).

Entro en Google Maps. La esquina se ve diferente de la que tenía en mente. Ahora está tapiada; pareciera que va a ser demolida en cualquier momento, para dar paso a otro edificio. Todo está cambiando en Rosario. El lugar donde pasé los primeros 25 años de mi vida está en plena metamorfosis, mutando rápidamente mientras yo estoy acá, en Londres, en esta otra ciudad también metamórfica. Los procesos que inspiran estas mutaciones podrían muy bien ser los mismos.

Mi encuentro casual con esa esquina de Rosario en sueños y en la pantalla desata una tormenta de nostalgia. Hay algo que hacer con esto, una forma de interactuar performaticamente con mi padecimiento. En otras palabras, debe haber una forma de llamar un poco la atención sufriendo online.

Termino creando un blog y publico capturas de pantalla de Google Street View. Mapeo los lugares donde pasaba mi tiempo, en contra de mi firme creencia de que los blogs son una forma muy productiva de perder el tiempo. Pero algunos medios exigen ciertos tipos de mensajes, y así me embarco en un viaje auto-referencial, a través de recuerdos espaciales. La casa de mi vieja. El parque de mi infancia. La casa de mi primera ex. La plaza donde solíamos fumar porros y tomar vino caliente, durante largas, tediosas y húmedas noches de verano. El callejón donde la barra del barrio fuera una vez golpeada hasta el cansancio por unos tipos mayores pasados de merca.3 (Parece que la mayoría de mis recuerdos son dolorosos. ¿Pueden los recuerdos ser otra cosa?)
Llamo al blog Mnemoscapes y algunos del culto psicogeográfico de Twitter encuentran la idea brillante, o al menos digna de retuitear (lo que no significa absolutamente nada, como todos sabemos). Puede que mi idea no sea original, pero al menos tiene una intensidad, un cierto encanto exhibicionista, una forma de honestidad — a decir verdad, no pido mucho más de mi escritura. También es hasta cierto punto exótica y por cierto melancólica — marca todas las casillas de lo que se espera de un escritor latinoamericano, exceptuando el realismo mágico. De una vez por todas voy a tener algo de atención, pienso.

Paso varias semanas publicando imágenes, trazando lentamente todos mis recuerdos. A medida que crece el blog, también crece mi nostalgia. Para finales de febrero de 2015 ya no lo aguanto más: la nostalgia se vuelve física y pierdo las ganas de comer y renuevo mi affair con el tabaco — la nostalgia me brinda la excusa perfecta. Pienso y hasta sueño con Rosario todo el tiempo, la ciudad que amaba odiar. Caras, lugares, fragmentos de veredas empiezan a ocupar mis pensamientos, mientras duermo y mientras estoy despierto. Algunas mañanas intento salir de la cama por el lado equivocado, solo para encontrarme con una pared — me toma varios segundos darme cuenta de que en realidad estoy en Londres, y no en mi pieza de Rosario. Incluso los olores vuelven a mí: un perfume fuerte que sentí en 1995, en un colectivo 107 (una fragancia floral intensa y barata); el hedor en la habitación adolescente de mi amigo Martín (pies sucios, semen, humedad); el olor de las noches lluviosas (pasto y pavimento mojados, olor a nafta). Incluso empiezo a decirles a mis amigos que quiero volver a casa. Mis amigos saben, por supuesto, que esto ya no es posible y yo lo sé también. Pero todavía necesito decirlo — “quiero volver a casa” — porque a los argentinos nos gustan los gestos dramáticos y a mí me encanta complacer al público.

Pero en poco tiempo se hace evidente que es peligroso seguir por este camino. No veo otra salida que dejar detrás la arqueología mnemónica. Primero dejo de publicar imágenes. Hasta que un día borro el blog. Y nadie se da cuenta.

Parece que se trata de dejar ir, porque por esa época también renuncio a intentar escribir una segunda novela en español. Este proyecto sin nombre me resultaba particularmente atractivo, ya que era la primera vez que realmente ambientaba la acción en Rosario. Se suponía que este libro sería el que me reconciliaría con el lugar del que tuve que salir a las corridas después de la crisis de 2001. Me había propuesto capturar Rosario y capturar la atmósfera enrarecida de principios de los 2000, cuando el colapso ya se palpaba en el aire y todos estábamos escribiendo nuestro plan B. Rosario en el libro, estaba muy delimitada y localizada, descrita de forma descaradamente realista — incluso era posible pisar caca de perro mientras se leían las páginas de esta novela.4

Hasta que una noche, en Londres, volviendo en colectivo a casa, después de un largo viaje en tren, me doy cuenta de que en realidad estoy en Rosario. Es decir, físicamente estoy en Londres, pero escribo en español sobre Rosario, llenando páginas con palabras que me obligan a mirar hacia atrás, hacia un lugar que preferiría olvidar — o que extraño demasiado, no sé. Esto me desconcierta, me hace sentir emotivo y débil: mato la novela.5 Supongo que todas las memorias tendrían que morir. Al menos algunos días — aquellos días en que pesan demasiado. Por supuesto, más tarde lamento haber borrado 45,000 palabras.

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Alguien, cuyo nombre o rostro ya no recuerdo, me dijo una vez que “el hogar está donde están enterrados tus muertos”. Me lo dijo borracho, en un bar de poca monta, el mismo bar del que escribí al principio.6 Lamentablemente, la mayoría de mis muertos no están enterrados. O quizás “lamentablemente” no sea la palabra correcta. Tal vez el hecho de que la mayoría de los muertos en mi familia optaran por una cremación debería ser motivo de celebración: la cantidad de dinero que ahorramos en viajes al cementerio debe contar algo.

Pero, ¿quiénes son realmente mis muertos? Son solo los muertos que conocí en vida, los que están escondidos entre los libros en la casa de mi vieja en Rosario. Y, como cualquier ser humano, mis muertos se remontan a varios siglos atrás. ¿Hasta dónde debería uno remontarse en el pasado para dar cuenta de ese hogar que los muertos supuestamente brindan? Si me lanzo a rastrear orígenes, puedo remontarme al menos 200 años atrás, en varios países. Los muertos que dejamos atrás en España e Italia. Los muertos que tal vez murieron peleando en alguna guerra ignota, a favor o en contra del Imperio Austro-Húngaro. Los muertos que murieron en Argentina, al menos desde principios del siglo XX, si no antes. Toda la rama de la familia que desapareció en otro apellido, dios sabe por qué. ¿Dónde debería dejar de desenterrar cadáveres? Incluso la muerte no puede brindar un hogar estable, y mucho menos un origen. Todo podría haber empezado en cualquier parte.

Y así vuelvo al bar donde pasaba mis mañanas, al espacio que el bar ocupaba. Hace un tiempo todavía era posible encontrar fotos online. Ahora incluso esas ruinas fueron demolidas: alguien apretó “eliminar” o la propia mente de la red decidió cancelar esos recuerdos digitales. El número de teléfono todavía aparece en un par de registros telefónicos. Pronto esas huellas también desaparecerán.

Y después, al final, justo cuando estos lugares de memoria se desvanezcan, no quedará nada, ni siquiera el silencio. Es una lástima, seguro. Pero al menos es una manera de escapar de la nostalgia, una manera de escapar de la mentira del hogar.

Traducido al español por el autor

1 Lunfardo: Algo de lo que se tiene certeza, que no puede fallar. Generalmente usado para significar una recomendación para una carrera de caballos.
2 Autobús.
3 Cocaína.
4 Recuerdo las veredas de Rosario como campos minados de mierda de perro. Puede que esté equivocado.
5 Realmente no la mato: solo me aseguro de borrar el archivo y todas las copias de seguridad. Estos repentinos momentos de furia literaria son hoy en día muy poco espectaculares y por lo tanto bastante patéticos.
6 Creo que estábamos discutiendo sobre irnos; creo que me llamó cagón.


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Fernando Sdrigotti (Rosario, Argentina, 1977) es un escritor y crítico cultural, autor de varios libros, que incluyen We Are but Nothing (Rough Trade Books), JOLTS (Influx Press), Grey Tropic (Dostoyevsky Wannabe), y Shitstorm (Open Pen). En julio de 2013, lanzó Minor Literature[s], siendo su editor hasta julio de 2023. Su trabajo de ficción y crítica ha sido publicado tanto en línea como en formato impreso, en medios como The Guardian, Open Democracy, Los Angeles Review of Books, 3:AM Magazine, London Magazine, y Gorse, entre otros, y ha sido traducido al francés, italiano, turco, noruego, árabe, bosnio y español. En 2021, ganó el premio de cuento corto de la London Magazine. Substack: The Leftovers.