Un Asunto de Identidad Nacional — Juan Danza

Desde hace un tiempo que se me dio por mirarme más al espejo. Me parece muy extraño que ese de allí sea yo y no un completo desconocido, porque, hace diez años, el que estaba en el Espejo se veía muy diferente. Tenía el pelo cortado como un medio coco y media por lo menos veinte centímetros menos. También será extraño cuando, dentro de diez años, ese sujeto en el Espejo vuelva a cambiar, sea pelado y, con suerte, se haya podido dejar la barba.

Hoy, por desgracia, no pude ver bien al tipo de mi reflejo antes de salir de casa, estaba apurado porque tenía una cita con la Dirección Nacional de Identificación Civil. Quisiera que la cita fuera en un café con música suave de fondo, de la que se escucha en las películas de romance francesas. Allí iría yo con una rosa a esperar a la Dirección Nacional de Identificación Civil, que llegaría tras diez años de no vernos vestida como si el tiempo no hubiera pasado, con la misma ropa y los mismos funcionarios públicos de siempre. Hablaríamos, primero de nuestras vidas, le contaría que me recibí hace poco, que voy a migrar a España, que mis bisabuelos eran españoles y que había conseguido el pasaporte. Me respondería que está contenta por mí, que sabe que voy a ser exitoso y me pediría que le mande fotos. Recién cuando todo este intercambio de palabras entre persona e institución pública termine, en el espacio vacío que las palabras no llegan a perturbar, los dos sabríamos que esto significaba un verdadero adiós. Esta sería la última vez que nos veríamos para renovar mi cédula.

Por desgracia, nuestra cita es un poco más sosa, no hay rosas y se da donde siempre, en Bartolomé Mitre 1434, un edificio gris de dos pisos y casi tan largo como una calle entera, ubicado en Ciudad Vieja, el barrio histórico donde se asentaron los primeros españoles que colonizaron mi tierra y de los que yo desciendo. Se entra por una esquina. Espero en la fila a ser atendido y frente a mí una pareja mayor con acento cubano empieza a pedir instrucciones para sacar hora, a lo que la recepcionista les explica con calma que primero tienen que ir al Ministerio de Relaciones Exteriores y allí les dirían qué hacer. La pareja le agradece, pero ni bien se dan vuelta y hablan entre ellos y expresan su decepción, cayeron en una pequeña trampa burocrática, lo que los hace más merecedores de la ciudadanía uruguaya que nadie.

Ahora la recepcionista me atiende a mí, me pregunta si estoy agendado y me dice que camine hasta el final del pasillo. Allí me espera una recepcionista que me pregunta si estoy agendado y me pide que tome asiento. Luego de esperar cinco minutos, una pantalla me avisa que puedo pasar a la siguiente sala, donde la recepcionista me pregunta si estoy agendado y me recuerda que no puedo usar dispositivos electrónicos en las instalaciones. Me vuelvo a sentar, esta vez por iniciativa propia, y espero junto a otros ciudadanos que esperan a ser atendidos. Sucede en este intervalo algo que no se ve desde que los primeros pobladores vinieron a esta tierra: la gente se aburre. No podemos usar el celular y tampoco liderar otra revolución, la dominación española terminó hace rato, quedamos sus descendientes todos unidos por un fino hilo de sangre entremezclado con sangre italiana, lituana, alemana y cuanto otro infeliz haya huido al sur del mundo para intentar escaparle a la pobreza y guerra de su país. Lo cierto es que podríamos pararnos y empezar a bailar, moviendo el vientre y los brazos, mientras otros acompañan los movimientos con palmas y cantando, después de todo es febrero, tiempo de carnaval. Honraríamos así a los negros esclavos, cuya sangre ahora también tenemos en contra de su fuerza. Nuestros cuerpos podrían disolverse en otras formas carnales y llegar a hablar la lengua de los primeros charrúas, podríamos contarnos historias que todo el mundo olvidó.

Pero nadie se atreve, la timidez que nos une como uruguayos nos obliga a quedarnos quietos en nuestros asientos haciendo el menor ruido posible. Toda esa sangre mezclada está quieta en nuestras venas, Dios nos libre de que se desate.

Me llama una funcionaria que no me pregunta si estoy agendado. Me pide que me siente, mis huellas dactilares, ese pequeño mapa de mí en mis dedos, y luego me saca una foto. Me muevo a otra sala de espera que apenas cumple su

función porque de inmediato paso al cubículo de otro funcionario. Me pide la firma y mi cédula vieja. Adiós, medio coco, que seguía viviendo en aquel rectángulo de policarbonato. Allí atrapado, incluso ante su inevitable obsolescencia, mantiene la misma expresión de nabo. El funcionario me entrega mi nuevo documento, con la foto del tipo que hoy apenas pude ver en el espejo antes de venir. Lo noto más desprolijo que al medio coco y tiene miedo en la mirada. Me tuve que haber tomado el tiempo de hablarle, darle unas palabras de aliento antes de salir de casa. En algún momento él también va a desaparecer, es cierto, será reemplazado por otro tipo en el espejo, pero con suerte esta vez en España. Quizá bastaría con decirle que en diez años de seguro iba a tener una barba tupida, eso lo alegrará (aunque habría que ignorar lo de la calva).


Juan Danza es un traductor profesional oriundo del interior uruguayo que asiste a distintos talleres literarios desde 2016 y centra su obra en la exploración personal y la mitología. Ganó el premio Tomás de Mattos 2017 en narrativa y terminó su grado en traducción literaria en 2023. Actualmente reside en Berlín.